Silencio obligado con ella
a mi lado
conduciendo por las calles
vacías
de una ciudad sencilla e
indiferente.
Silencio obligado junto a
ella
sentada a mi lado con un
abrigo negro
y la vista clavada en el
oscuro horizonte.
Música aliviada para
calmar ese silencio obligado
mirando de reojo su perfil
sin que lo advierta.
De regreso, el frío se
afianza más
y me da su mano un rato,
el justo.
Entramos en la habitación,
nuestro hogar provisional,
sintiéndose intacto el
habitual desorden.
Restos de Caro Dorum; dos
copas con gotas de vino;
un Mac entreabierto;
sabanas apelotonadas;
una colcha en una mesilla
de noche;
ropa sucia en el suelo; un
cenicero con colillas;
una chaqueta de ochos
gruesa, con capucha,
que se ha puesto alguna
noche, tapándose,
por suerte, sólo hasta
el ombligo,
dejando el resto de su
cuerpo al descubierto;
una maleta cerrada; la
cortina tapando una lámpara…
Y, luego, una vista
espectacular al río,
con dos puentes iluminados
y algunos árboles, sin
hojas,
que se mueven al compás
del extraño viento.
Ese duro viento mesetario
de invierno
que ataca desde el
blanco Moncayo.
El río helado y un
comentario relacionado con saunas.
Ahora, sólo queda
esperarte en una cama vacía
hasta que llegues fogosa
como siempre;
encender la luz de la
lámpara escondida;
llenar nuestras copas de
nuevo
y comenzar otra batalla
con horario establecido
ya consensuado entre
ambos.
Cuesta dar por finalizado
el asalto,
las heridas se abren y el
tiempo se acaba.
Cerramos los ojos,
dormimos,
y, todavía de noche, con
el estrecho valle abajo,
nuestros cuerpos se
despiden con lágrimas y abrazos.
Veinticinco grados en el
interior.
Silencio obligado con ella
a mi lado.
Le miro de reojo...